Veinte obras fundamentales de la narrativa estadounidense
Una selección de los años 60
Siempre he estado convencido de que mi interés por la narrativa estadounidense, equivalente al que el resto de los mortales sienten por la latinoamericana, tiene su origen en lo estrechamente ligada que está al cine o el cine a ella. En cualquier caso, aquí va un apunte sobre mis títulos favoritos. Una vez más, como siempre que propongo una relación, ante la inevitable pregunta, ¿por qué éstas y no otras?, debo responder: ¿Por qué otras y no éstas? No están todas las que son. Pero sí son todas las que están.
Cuentos de la Alhambra (1832), de Washington Irving
Una de las cumbres de ese periplo europeo, de rigor en los narradores estadounidenses, es esta colección de apuntes y relatos inspirados en una estancia del autor en la Granada de 1829. Fue embajador en España y, junto con John Dos Passos, uno de los más agudos observadores de nuestro país que han dado las letras estadounidenses, lo de Hemingway es un mito que ya empieza a estar romo.
De Irving también es fundamental La leyenda de Sleepy Hollow (1920), reconversión de un cuento popular europeo, un asunto tenebroso, ambientado en los días en que Nueva York era una colonia holandesa.
Cuentos (1840-1845), de Edgar Allan Poe
Además de ser "deidad y referencia de toda ficción diabólica", como le definió Howard Phillips Lovecraft, Poe es el iniciador del relato deductivo y detectivesco. Hay una traducción muy buena -y muy económica- de Julio Cortazar en el Libro de Bolsillo de Alianza Editorial.
Antes que el segundo volumen, dedicado a los cuentos humorísticos, me quedo con La narración de Arthur Gordon Pym (1838), la única novela del maestro, donde se desborda plenamente su imaginación. Su protagonista, el joven aludido en el título, siguiendo a su perro se embarca clandestinamente en el Grampus, un ballenero que inicia una sombría singladura hacia los mares antárticos en la que la antropofagia y los cadáveres en descomposición aportarán los momentos de mayor tenebrismo. Fue inspiradora a su vez de La esfinge de los hielos (1897), de Julio Verne.
La letra escarlata (1850), de Nathaniel Hawthorne
En el puritano Boston del siglo XVII, Hester Prynne es condenada a llevar de por vida la "A" de adúltera por haber concebido un hijo "ilegítimo". Infinitamente mejor que las versiones de Wim Wenders (1973) y Roland Joffé (1995) que se han visto en la gran pantalla de esta novela.
Moby Dick o la ballena blanca (1851), de Herman Melville
La pendencia entre el capitán Ahab, patrón del ballenero Pequod, y el gran cetáceo que le arrancó las piernas a la altura de la rodilla es todo un clásico de la literatura juvenil, al menos de los días en que yo era adolescente, pues era a la pubertad a la que se aludía bajo el epígrafe de "Literatura juvenil". Pero también lo es de la novela de aventuras y de esa narrativa norteamericana que aquí vengo a celebrar.
Las aventuras de Huckelberry Finn (1884), de Mark Twain
La secuela de Las aventuras de Tom Sawyer (1876) es la obra maestra de este autor, quien bajo su celebrado sentido del humor, fue uno de los primeros en denunciar la crueldad del mítico Sur estadounidense.
Washington Square (1880), de Henry James
Convencido de que el pretendiente de la muchacha no busca más que su dinero, el doctor Sloper aparta a su hija Katherine del galán llevándola a un viaje por Europa. Además de un notabilísimo retrato sobre lo frágil que puede llegar a ser el amor, aunque en sus albores se imagine más poderoso que la vida, es un testimonio igualmente brillante sobre la mitificación de Europa por parte de esa aristocracia neoyorquina a la que Sloper pertenece.
Cuentos de soldados y civiles (1891), de Ambrose Bierce
Los horrores de Poe trasladados a la Guerra de Secesión y la expansión hacia el Oeste. Me quedo especialmente con El desconocido (1).
Hermosos y malditos (1922), de Francis Scott Fitzgerald
Las ansiedades y disipaciones de una pareja de ricos en la que el propio autor denominó la "edad del jazz". El alegre mundo del charlestón y las flapper, de la que Zelda Sayre, la esposa de Scott Fitzgerald, fue un ejemplo meridiano y, como él, parte integral de toda su narrativa.
El sonido y la furia (1929), de William Faulkner
Los Compson, componentes de una antigua familia de Yoknapatawpha -trasunto del condado de Lafayette, Mississippi- vistos a través del monólogo interior de Benjy, el minusválido psíquico de la familia. Además de la cumbre del monologo interior, máxima expresión del fluir de la conciencia en una narración, del que, junto al de Molly Bloom en el Ulises (1922) de Joyce es el paradigma, esta novela es la prueba irrefutable -y en muchos casos reconocida- de todo lo que debe el Macondo de García Márquez -y el resto de los territorios míticos que lo fueron en las mejores páginas del siglo XX- a Yoknapatawpha.
Adiós a las armas (1929) de Ernest Hemingway
El tercer miembro del triunvirato rector de la Generación Perdida, junto con Faulkner y Fitzgerald, propone en estas páginas una de las primeras visiones desoladoras de la Gran Guerra. Una deserción por amor que en 1932 inspiró una gran película a Frank Borzage.
El bosque de la noche (1936), de Djuna Barnes
El París cosmopolita y bohemio de los exiliados estadounidenses de entre guerras en todo un clásico de la literatura feminista.
En las montañas de la locura (1936) de Howard Phillips Lovecraft
Una expedición a la Antártida, llevada a cabo en 1936, descubre que bajo el hielo guarda en sus entrañas vastas ciudades y los abominables descendientes de los días de su apogeo. También heredera de La narración de Arthur Gordon Pym
Las uvas de la ira (1939), de John Steinbeck
En plena Gran Depresión, la familia Joad pierde su granja en Oklahoma y se dirige al Oeste a la búsqueda de una vida mejor en California. Lo más parecido a la literatura social de la novelística estadounidense.
Sangre sabia (1952), de Flannery O'Connor
Con el trasfondo de la histeria religiosa del profundo Sur, la autora escribe una de las obras maestras del llamado gótico sureño.
El hombre invisible (1952), de Ralph Ellison
La obra maestra de la literatura afroamericana. El título alude a la invisibilidad de los negros en la sociedad estadounidense de aquellos días.
Yonqui (1953), de William Burroughs
La mejor novela sobre la toxicomanía jamás escrita. A destacar la traducción de Mariano Antolín Rato. También cumple dar cuenta de El almuerzo desnudo (1959), mucho más representativa de las técnicas narrativas de su autor: la rutina -una fantasía satírica improvisada-, el corte -una técnica de collage aplicada a la prosa que consiste en cortar y mezclar el texto- y las mitologías creadas a partir de la cultura popular.
En la carretera (1957), de Jack Kerouac
El viaje de Sal -trasunto del propio Kerouac- y Dean -que lo es a su vez de Neal Cassidy- de la costa Este a la Oeste fue la piedra angular de toda la contracultura juvenil del siglo XX. Aún conservo mi edición argentina de Losada de los años 60.
Desayuno en Tiffany's (1958), de Truman Capote
El amor imposible entre un escritor sin suerte, mantenido por una diseñadora, y la gran Holly Golightly, su vecina, una entretenida en los clubes de moda neoyorquinos que vive del dinero que le dan sus pretendientes para ir al tocador y de llevar mensajes -que ella ignora- a un gángster a la cárcel. Una auténtica delicia.
Matar un ruiseñor (1960), de Harper Lee
Una sola novela le bastó a su autora para integrar el triunvirato rector de la narrativa femenina sureña. Flannery O'Connor y Carson McCullers, de la que también es fundamental La balada del café triste (1951), fueron sus compañeras en semejante honor. Basada en los recuerdos de la infancia de la propia Harper, cuenta la historia de un abogado que decide defender a un afroamericano acusado de una violación que no ha cometido en la Alabama de la segregación y el más exaltado racismo.
¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), de Philip K. Dick.
Toda la Humanidad cuestionada a través de Rick Deckard, un cazador de "replicantes", androides diseñados para ser más humanos que los humanos.
El resto, como la mayor parte del cine y la literatura de los últimos 40 años, a mí no me interesa.
(1) Ambientada en ese oeste tan caro a Bierce, los protagonistas de El desconocido son unos jinetes que pernoctan alrededor de una hoguera en el desierto después de cabalgar durante dos semanas "sin ver más seres vivos que serpientes de cascabel y sapos cornudos". Hasta ellos llega un desconocido que surge de la oscuridad y comienza a contarles la historia de cuatro hombres que cabalgaron treinta años antes por ese mismo lugar hasta ser descubiertos por los apaches. Perseguidos por ellos, buscaron refugio en una cueva. Cuando los indios se apostaron en su salida, quedaron completamente atrapados en la gruta. Siendo morir de sed o desollado por los apaches su única alternativa, el primero de los cuatro hombres decidió suicidarse -en un momento de la narración verdaderamente brillante- sus compañeros le siguen, pero es el narrador quien les da muerte...
Como desde el comienzo del relato, el narrador se ha estado refiriendo de un modo obsesivo a sólo cuatro jinetes pretéritos, uno de los que le ha escuchado le acusa de ser un traidor por no haberse dado muerte tras haber matado a sus compañeros. El capitán de los oyentes recuerda entonces que muy cerca del lugar se encuentra la tumba de cuatro blancos, cuyos cadáveres fueron encontrados treinta años antes sin cabelleras y terriblemente mutilados por los indios.
Cuando el narrador vuelve a desaparecer en la oscuridad tan misteriosamente como se dejó ver para empezar a contar su historia, sus oyentes comienzan a especular con la posibilidad de que fueran cinco los jinetes pretéritos. Sin embargo, cuando el centinela del grupo que ha asistido al relato da cuenta al capitán de tres extraños jinetes que ha estado observando en las inmediaciones, he creído comprender que el narrador de la historia, al igual que los jinetes observados por el centinela, eran los fantasmas de quienes cabalgaron treinta años antes.
Publicado el 31 de octubre de 2010 a las 02:00.